La llegada del primer hijo es uno de los cambios definitivos en la realidad de todo ser humano y significa también una evolución en la forma de relacionarnos con el resto de las personas. Una de las relaciones que más se desarrolla con la llegada de los hijos es la que los padres tenemos con los flamantes abuelos.
Durante el embarazo de Caro, una de las incógnitas más recurrentes que surgían en nuestras charlas previas al nacimiento de Manuel, era la pregunta de cómo sería la relación con nuestros padres, tanto los propios como los políticos. Si bien sabíamos que el amor y la incondicionalidad estarían, no lográbamos dilucidar cómo el lazo del bebé con sus abuelos influiría nuestras propias relaciones con ellos.
Por ejemplo, nos preguntábamos hasta qué punto nuestras madres “intervendrían” (en el buen sentido de la palabra) en la crianza del bebé y en qué momentos tendríamos que marcar límites, pidiéndoles que respeten nuestras propias decisiones de crianza, que son indefectiblemente diferentes a las que ellas tomaron en su momento. Ni mejores, ni peores, simplemente distintas.
Los padres primerizos tenemos la necesidad de contar con la ayuda y los consejos de los abuelos del bebé durante los primeros meses, pero de todas maneras le tememos a la idea de que su afán de colaboración los lleve a extralimitarse y entrometerse de más. Esto sucede porque los propios abuelos tienen que asimilar con el tiempo el nuevo rol que ocupan en la dinámica familiar. Un rol sin dudas complejo porque no dejan de ser padres a pesar de transformarse en abuelos.
A pesar de las lecturas y la preparación teórica, cuando nos encontramos repentinamente con un diminuto bebé en casa, tuvimos que aprender cuánto y cómo alimentarlo, dormirlo, vestirlo, asearlo, estimularlo, educarlo y cientos de cosas más. Y en este escenario, para nosotros y para la mayoría de los padres, el recurso que genera mayor confianza y que está más a mano es el auxilio de los abuelos. De todas maneras, la línea que divide la colaboración de la intromisión es muy delgada y resulta todo un desafío saber trazarla para no sentirse invadido y que los abuelos no se sientan menospreciados o rechazados.
Para mi sorpresa y la sorpresa de Caro, el nacimiento de Manuel nos reveló una faceta de la relación con nuestros padres imposible de contemplar en nuestros pensamientos previos. En un principio el lazo está mediado en su totalidad por la existencia del bebé, que pasa a ser el tema principal y prácticamente exclusivo, pero esta suerte de desplazamiento se vive con plena felicidad al ver interactuar a los abuelos con su nieto. Contemplar a tus padres demostrándole todo su amor a tu hijo brinda un sentimiento de plenitud y felicidad imposible de encontrar en otro lugar.
Este sentimiento inesperado para mí, disipó de manera rotunda todos mis reparos previos, permitiéndome disfrutar de esa relación a pesar de las diferencias cotidianas.
El crecimiento que la llegada de Manu generó en nuestras vidas es una maduración lógica y natural pero difícil de entender y contemplar hasta que finalmente se experimenta. Y la buena noticia es que en nuestro caso, esta nueva realidad fortaleció los vínculos de afecto con padres y suegros, evidenciando una vez más cuales son las verdaderas cosas importantes de la vida.
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